o podía m entir. Sobre la vida del general don Manuel. Belgrano, el hombre que no podía mentir. Por doña Paula Trinidad Caunedo de Rojas.
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˜Así empezó todo La casa era una triste ruina. Magalí miró a su alre -dedor, vio los pisos de baldosas rotas, las gruesas puertas de madera apolillada, las paredes descas -caradas, las molduras de los techos destruidas– y suspiró de pura felicidad. Era una ruina pero ¡era suya! Y de sus padres, claro. Pero un poquito más suya, porque ella la había elegido. Magalí era una arquitecta joven y no había com -prado la casa porque sí. Se había dado cuenta de que esa construcción, que parecía una ruina, en realidad estaba hecha de materiales nobles y duraderos. Alguna vez había sido una casa muy linda y muy lujosa. Con todos sus ahorros, más la ayuda de sus padres, más la herencia de una tía abuela que había vivido en Estados Unidos, consiguió comprar esa casa viejísima, en un barrio alejado y no muy bueno pero con posibilidades de mejorar. Le quedaba
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˚suciente dinero como para restaurarla y convertirla otra vez en la mansión que debió ser alguna vez. Después podría venderla con mucha ganancia. Dejó en el suelo del salón su lap top y las bolsas de muestras. Magalí siempre andaba cargando mues -tras: de cerámicas, de telas, de mármoles, de revesti -mientos, de maderas, para que sus clientes pudieran elegir. ¡Ay, estaba tan harta de algunos clientes! Cam -biaban de idea a cada rato, nunca estaban satisfechos, se tomaban su tiempo para tomar decisiones y así las obras siempre tardaban un poco más de lo calculado. ¡Qué bueno poder hacer un trabajo como este para ella misma, sin que nadie la volviera loca con idas y vueltas! Y también, qué responsabilidad– Una vez más recorrió la casa imaginando cómo quedaría todo después de la remodelación. En el sótano volvió a encontrarse con el viejo baúl de ma -dera y metal y pensó que era el momento de abrirlo y revisarlo a fondo. A los dueños anteriores no les interesaba en absoluto. Š¿Puedo quedarme con el baúl? Šles había preguntado. ŠPor supuesto Šle contestó la señoraŠ. Ahí no hay más que basura vieja.
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˛Fuera como fuera, el baúl mismo era genial, pensó Magalí. Una vez que le quitara el moho, bien limpio y lustrado, podría ser parte del equi -pamiento de la casa. Ya lo había abierto una vez, no estaba cerrado con llave. Pero ahora, con un poco de tiempo libre, se dedicaría a mirar lo que había adentro. En primer lugar, cubriendo todo lo demás, había una prenda de encaje que alguna vez había sido un bellísimo vestido desta. Era largo, con mucho vuelo y estaba muy arruinado, con manchas, agu -jereado por las polillas. Debajo del vestido encontró un pantalón de montar antiguo, un par de botas de cuero un poco mohosas y un juego de cucharitas ennegrecidas que no debían de ser de plata porque se las hubieran llevado. También había un libro con las páginas pegoteadas, el retrato de una señora anciana, gordita y elegante, en su bonito marco– y un montón de papeles escritos a mano de los dos lados. Estaban metidos en una carpeta y se los veía tan ajados y amarillentos que Magalí tuvo miedo de que se deshicieran al tocarlos. Le daba mucha curiosidad saber lo que decían. Pero para poder leerlos, iba a tener que llamar a su amiga Clara.
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˝Clara era historiadora y trabajaba en el Archivo General de la Nación. Unos días después se encontra -ron en la casa vieja. Cuando abrieron el baúl y vio lo que contenía, a Clara le empezaron a temblar las manos. ŠPe– pe– pero esto– ¡Esto es increíble! No te imaginás lo que signica esto para nosotros– ¡Es un material valiosísimo! Š¿Será para tanto? ŠMagalí, muchas gracias por llamarme. Fue muy honesto de tu parte. ¡Un coleccionista podría pagar una fortuna por este material! ŠPero ¿qué es? ŠTodavía no sabemos, pero sí te puedo asegurar que estos papeles son muy antiguos, no tienen me -nos de doscientos años. Voy a traer una caja especial para llevármelos. ŠNo me animé a tocarlos– ŠHiciste muy bien. Š¡Pero me encantaría saber lo que dicen! ŠGracias a vos, estos papeles van a estar en el Archivo General de la Nación, para que todos los puedan leer. ¿Sabés qué? A medida que los vayan restaurando, les voy a sacar fotos con el celu y te las mando. Te lo merecés.
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˙Š¿Y no los va a arruinar sacarles fotos? ŠLo que puede dañarlos es el ˜ash , pero si uso luz natural, con mucho cuidado de que no le dé directamente– Clara se llevó los papeles y comenzó la tarea. Mientras Magalí iba arreglando la casa, los especia -listas del Archivo General de la Nación restauraban los textos. Era un trabajo muy artesanal. Primero había que limpiarlos, porque los papeles antiguos suelen tener bichos, hongos, pulgas, que podrían ficontagiarfl a los otros documentos archivados. Después, tocándolos con pinzas especiales o con las manos enguantadas, los trabajaron con pinceles y con distintos tipos de pegamentos, arreglando las roturas con papel de arroz. Después los metie -ron en unos sobres de polipropileno vegetal, una especie de plástico pero más poroso. Y recién ahí, a medida que terminaban con cada hoja, les tomaban fotos sobre una mesa de vidrio, con una cámara es -pecial y con lámparas en las cuatro esquinas, para que la luz no les diera encima y no hubiera sombra. En esa etapa, tal como se lo había prometido a su amiga, Clara tomaba fotos con su celular y se las mandaba a Magalí. Para enorme sorpresa de las
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ˆˆSobre la vida del general don Manuel Belgrano, el hombre que no podía mentir Por doña Paula Trinidad Caunedo de Rojas 1820 Mis queridos nietos, aunque algunos de ustedes todavía sean pequeños para leer este relato, sé que tarde o temprano lo tendrán en sus manos y se los dedico, porque ustedes son nuestro futuro. Estoy indignada, y más que indignada. Estoy triste y furiosa al mismo tiempo. Hoy he leído en el periódico El Despertador una nota sobre la muerte de Manuel Belgrano. Que falleció hace ya cinco días. ¡Pasaron cinco días antes de que alguien se acorda -ra de mi pobre amigo, que lo dio todo por su patria! Castañeda, el editor del periódico, escribió estos versos que expresan muy bien lo que yo misma sentí: Porque es un deshonor a nuestro suelo, es una ingratitud que clama al cielo, el triste funeral, pobre y sombrío que se hizo en una iglesia junto al río en esta ciudad, al ciudadano ilustre general Manuel Belgrano.
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ˆ˘Pensar que nació en una familia tan rica como fueron los Belgrano y anal no tenía dinero ni siquiera para pagarle a su médico, el buen doctor Redhead, que lo acompañó hasta enal. Tuvo que darle su reloj de oro, lo único de algún valor que le quedaba, ese reloj de bolsillo que le había regalado el mismísimo rey de Inglaterra. Vi cómo el doctor trataba de rechazarlo, pero incluso en el estado de debilidad en que estaba, Manuel era tan terco que no hubo manera. Se lo puso en la mano. ŠLo guardaré toda mi vida Šdijo el médico, con su acento escocésŠ. Mis hijos, mis nietos, mis bisnietos se sentirán orgullosos de tener en la familia el recuerdo de un héroe. Manuel ni contestó. Con un gesto apenas, le dio a entender que no dijera tonterías. Ya no tenía fuer -zas para discutir. Estaba tan hinchado, pobrecito, que casi no se lo reconocía. Nos dejó en un día terrible para nuestro país. ¡Para las Provincias Desunidas! El 20 de junio tu – vimos tres gobernadores en Buenos Aires: subía uno, bajaba otro, intervino el Cabildo– qué locura. Tres gobernadores en la ciudad y ningún gobierno para la nación. No había nada que Manuel detestara
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más que el desorden y la anarquía, y eso es lo que estamos viviendo hoy– Con su hermana Juana y el doctor nos pusimos de acuerdo en decirles a todos que las últimas palabras de Manuel fueron: fiAy, patria míafl. Lo que dijo en realidad fue: fiUn poco de agua, por favorfl. Pero todos sabíamos lo que su -fría por su país. Si no fueron sus últimas palabras, fueron las que nos repitió tantas veces. ¡No puedo soportar la idea de que se olvide a Manuel Belgrano! Me resulta intolerable pensar que en unos cuantos años ya nadie recordará su pa -triotismo, su honestidad, su inteligencia, su cultura, su lucha por tener una patria fuerte, independiente, unida. Justo lo contrario de lo que estamos vivien -do hoy– Aunque no sea más que una mujer, me he propuesto escribir todo lo que sé y todo lo que pueda averiguar sobre su vida, sobre sus batallas, que no fueron solo las de la guerra y de las armas. Sé que nunca podré publicar estas páginas. ¡Dónde se ha visto a una mujer metida a historiadora! Todos se burlarían de mí. Mis hijos, mis hijas, mis parientes políticos quedarían en ridículo. Y sin embargo, quiero escribirlo, necesito escribirlo, porque el mun -do por venir debe conocer lo que Manuel Belgrano
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hizo por todos nosotros, por nuestro presente y nuestro futuro. Aunque no lo lean más que mis propios nietos, alguien tiene que saberlo. Tengo unos años menos que Manuel, que falleció a pocos días de cumplir los cincuenta. Soy viuda, no tengo deudas, poseo una pequeña fortuna de la que no tengo que dar cuenta a nadie, tengo hijos y nietos. Nada me impide dedicarme a mi proyecto. Toda mi vida he sido vecina y amiga de la familia, especialmente de Manuel y de su hermana Juana. Y no solo eso. Hemos jugado juntos de niños en la calle de Santo Domingo, juntos hacíamos travesuras y comprábamos dulces a los vendedores callejeros. He leído y comentado con Juana sus cartas más íntimas, las más familiares, y por amigos comunes pude enterarme de muchos detalles de su vida como militar. ¡Quién se iba a imaginar que nuestro pacíco abogado llegaría a conducir ejércitos, que sería general de la nación!
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