by JB Alberdi · Cited by 133 — En efecto, no toda guerra es crimen; ella es a la vez, según la intención, crimen y justicia, como el homicidio sin razón es asesinato, y el que hace el juez en

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El crimen de la guerra /1870 Juan Bautista Alberdi (1810-1884) Fuente: Obras selectas , Nueva edición ordenada, revisada y precedida de una introducción por el Dr. Joaquín V. González, Buenos Aires, Librería “La Facultad” de Juan Roldán, 1920, t. XVI. Indice Prefacio a la edición inglesa Prefacio Capítulo I. Derecho histórico de la guerra I. Origen histórico del derecho de la guerra II. Naturaleza del crimen de la guerra III. Sentido sofístico en que la guerra es un derecho IV. Fundamento racional del derecho de la guerra V. La guerra como justicia penal VI. Orígenes y causas bárbaras de la guerra en los tiempos actuales VII. Solución de los conflictos por el poder Capítulo II. Naturaleza jurídica de la guerra I. Distinción entre crimen y retribución de la agresión II. Los poderes soberanos cometen crímenes III. Análisis del crimen de la guerra IV. La unidad de la justicia V. La guerra como justicia VI. La locura de la guerra VII. Barbarie esencial de la guerra VIII. La guerra es un sofisma: elude las cuestiones, no las resuelve IX. Base natural del derecho internacional de la guerra y de la paz X. El derecho internacional XI. El derecho de la guerra XII. Naturaleza viciosa del derecho de la guerra XIII. El duelo XIV. Son los que forjan las querellas los que deben reñir XV. Peligros del derecho de la propia defensa XVI. La guerra es inobjetable si se coloca fuera de toda sospecha de interés Capítulo III. Creadores del derecho de gentes I. Lo que es derecho de gentes II. El comercio como influencia legislativa III. Influencia del comercio IV. La libertad como influencia unificadora

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Capítulo IV. Responsabilidades I. Complicidad y responsabilidad del crimen de la guerra II. Glorificación de la guerra III. Sanción penal contra los individuos IV. Responsabilidad de los individuos V. Responsabilidad de los Estados VI. El establecimiento de la responsabilidad individual VII. Prueba de guerra Capítulo V. Efectos de la guerra I. Pérdida de la libertad y la propiedad II. Simulación especiosa de riqueza III. Pérdida de población IV. Pérdidas indirectas V. Auxiliares de la guerra VI. De otros males anexos y accesorios de la guerra VII. Supresión internacional de la libertad VIII. De los servicios que puede recibir la guerra de los amigos de la paz IX. Guerra y patriotismo Capítulo VI. Abolición de la guerra I. La difusión de la cultura II. Influencias que obran contra la guerra III. Autodestructividad del mal IV. Cristianismo. -Comercio V. Ineficacia de la diplomacia VI. Emblemas de la guerra VII. La gloria VIII. Gloria pacífica IX. El mejor preservativo de la guerra X. Influencia de las relaciones exteriores Capítulo VII. El soldado de la paz I. La paz es una educación II. Valor fundamental de la cultura III. La paz y la libertad Capítulo VIII. El soldado del porvenir I. La publicidad de la sentencia II. La profesión de la guerra III. Análisis IV. La espada virgen V. El guardia nacional VI. El soldado de la ciencia Capítulo IX. Neutralidad

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I. La sociedad universal II. Representación de la unidad III. La misma fuerza del sentimiento IV. El sentimentalismo universal V. Los neutrales VI. Neutralización de todos los Estados VII. Extraterritorialidad Capítulo X. Pueblo-mundo I. Derechos internacionales del hombre II. Pueblo-mundo III. Pretendida influencia benéfica de la guerra IV. Crecimiento espontáneo de la autoridad V. La organización del mundo VI. La organización natural VII. La naturaleza humana VIII. Analogía biológica IX. De tales leyes X. El derecho internacional XI. Si no Estados Unidos de Europa, será una organización común XII. Pasos hacia la unidad XIII. El mar como influencia XIV. El vapor y el comercio XV. El derecho internacional XVI. Inventores y descubridores XVII. Ingenieros XVIII. La ley precede a la conciencia de ella XIX. Asociación entre ciudadanos XX. La federación XXI. Unión continental XXII. El canal de Suez Capítulo XI. La guerra o el cesarismo en el Nuevo Mundo I. La independencia exterior II. Razones para la afición a la guerra III. San Martín y su acción IV. Carrera de San Martín V. Poesía VI. La guerra no logra dar la libertad VII. Liberalismo militarista VIII. El militarismo inconsistente IX. La guerra, esencialmente reaccionaria X. Libre comercio Notas de Thomas Baty Notas del autor

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Prefacio a la edición inglesa Con razón se ha dicho de El crimen de la guerra que “si en lugar de haber aparecido en la América española hubiese sido publicado en francés en París, Londres o Berlín habría producido sensación, circulado profusamente en numerosas ediciones y, a estas fechas, se hubiera conquistado el subtítulo de EI Evangelio de la paz. Tal apreciación es alta, pero merecida. Vistas elevadas, pero intensamente prácticas; amplia base filosófica; frases cristalinas, cortantes; estilo fácil y epigramático; profundo conocimiento de la historia y de la ciencia política son cualidades que no adornan a todos los trabajos literarios de carácter pacifista. El Crimen de la guerra es una obra póstuma. Si el autor la hubiese preparado para la imprenta, es indudable que habríala expurgado de ciertas redundancias y hubiera desarrollado con más amplitud la relación de las diversas secciones; habría dado mayor extensión a algunas de éstas, tal como se encuentran, son poco más que notas concisas destinadas a subsiguiente desenvolvimiento, e incorporado al texto los Apuntes sobre la guerra que aparecen a modo de apéndice del libro, y que en la forma que están pueden compararse a una mina de oro donde el mineral yace rico y en abundancia, pero sin cerner. Es de suponer, también, que había modificado el parti pris contra Prusia que, particularmente en estos últimos Apuntes, está demasiado manifiesto. Y pudo haber sido tocado, con la magia de la fábula, cierto apego al bienestar material y las invenciones y los experimentos científicos del siglo XIX. Pero dejando a un lado estos pormenores que en su casi totalidad son de forma, el lector del siglo XX se asombrará a cada momento ante la manera como Alberdi, hace cuarenta años, previó los problemas y anticipó las doctrinas de hoy. Si es un argumento contra la autenticidad del libro de Daniel el hecho de describir minuciosamente el autor la política del tiempo de Antíoco, también lo será algún día contra la existencia de Alberdi que hablara el lenguaje de 1912. La necesidad de una autoridad internacional; la de limitarla con severas restricciones; la posibilidad de que pueda descansar solamente sobre la autoridad moral; la improbabilidad de su establecimiento sobre el modelo de las instituciones parlamentarias; la ambición de Alemania; sus efectos en la desviación del derecho de gentes, todos esos temas de Alberdi son la última palabra del día. En cierta ocasión dijo que había establecido su “domicilio de elección”, en el porvenir. El lector podrá juzgar cuanta verdad encierra esa imagen. Juan Bautista Alberdi nació el 29 de agosto de 1810, el año de la Independencia sudamericana en Tucumán al Norte de la República Argentina. Su padre y todos sus antepasados fueron vizcaínos, y aquél eligió esa región como la más semejante, por su clima, a su nativa Vizcaya. Su madre, que murió al darle a luz, llamábase Josefina Rosa y era hija del Sr. Araoz. Alta y hermosa, su unión con el recio y atezado vasco produjo uno de los caracteres más notables de la historia argentina. A los sentimientos vascos de autonomía local de su padre atribuye Alberdi su ardiente individualismo; pero la claridad y la frescura de su pensamiento y su admiración por la serenidad anglosajona, es muy posible que proviniesen del alto y hermoso linaje materno. Juan B. Alberdi fue el más joven y el sobreviviente de cinco hermanos. Habiendo terminado en Buenos Aires sus estudios de leyes, dejó su patria en 1838 a , sin

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recibirse de abogado, porque se negó a prestar el obligado juramento de fidelidad al dictador Rozas. Como otros muchos opositores a Rozas, marchó a Montevideo y prestó no pocos servicios a la Banda Oriental, hoy República del Uruguay. Cuatro años después pasó a Chile, donde permaneció tres años más ejerciendo la abogacía. Allí escribió su obra monumental que puede considerarse como el verdadero fundamento de la moderna prosperidad argentina: Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina. (Besançon, 1856.) Es ésta una obra clásica de teoría constitucional y de ciencia política, así reconocida aún por los enemigos de Alberdi. En 1852 la dictadura de Rozas llegó a su fin, mediante la revolución encabezada por Urquiza, que le arrojó del poder. Alberdi hizo conocer a Urquiza sus Bases, que suplieron plenamente las necesidades de aquel momento político y establecieron la reputación de Alberdi más allá de todo cálculo. Urquiza le confió el cargo de ministro plenipotenciario ante las principales cortes de Europa. Era de la mayor necesidad tener en ese puesto un estadista eminente, por dos razones: España no había reconocido aún la independencia nacional, y urgía alcanzar ese reconocimiento. Esta era una dificultad crónica; pero la otra era aguda. La ciudad de Buenos Aires, negándose a aceptar el papel de prima inter pares se había pronunciado bajo la conducta de Mitre, quien se presentaba ante Europa como el legítimo sucesor de la República indivisa. Alberdi, provinciano y amante de la libertad, se adhirió a la República “provincial”, que había sentado sus reales en Paraná. Consistía su delicada misión en probar a las Cortes -no interesadas aún en ningún sentido- que Urquiza, y no Mitre, era el legítimo sucesor del poder reconocido del Estado, y que, según había dicho Pío IX, Mitre era una mitra sin diócesis. Pero Buenos Aires era poderosa y en su calidad de puerto de mar, absorbía la atención de los extranjeros y los recursos del país. A los ocho años de la caída de Rozas, en 1860, la verdaderamente incomprensible batalla de Pavón hizo de Buenos Aires la dueña y señora de las provincias. Alberdi fue revocado en sus funciones y quedó en París trabajando como abogado. En 1879, bajo la benigna presidencia de Avellaneda, regresó a su patria, elegido diputado por Tucumán, su provincia natal. Su oposición a aquellos dos colosos gemelos, Mitre y Sarmiento, se había basado en todo tiempo sobre principios, solamente sobre principios; ninguna causa de animosidad personal oponíase a la reconciliación, ni quedaban heridas sin cicatrizar. No conservaba el ánimo de Alberdi ninguna amargura por motivo de los sacrificios que le había impuesto la tenacidad con que cada uno de los tres había defendido los principios a que, respectivamente, se había vinculado. Alberdi fue elegido vicepresidente de la Cámara y, admirablemente adecuado para el puesto, parecía que le estuviera reservado como digna coronación de su carrera. Pero el destino lo quiso de otro modo. La Constitución de 1880 puso a Buenos Aires en el lugar que le correspondía, según lo ordenado en 1852. Nuevamente Buenos Aires se negó a someterse. En 1881 una serie de decretos estableció su preeminencia Y Alberdi hubo de abandonar otra vez su patria. Tres años más tarde murió en París. Sus restos fueron repatriados a Buenos Aires en 1902, levantándose una estatua a su memoria; otra existe en su pueblo natal, Tucumán, y en Buenos Aires está, además, acordada la erección de un hermoso obelisco conmemorativo. Con ocasión de la solemnidad de 1902 se acuñó una medalla que muestra la cabeza de Alberdi, con sus bien recortadas facciones y su boca sensual, en la que se dibuja una delicada ironía b. Pero su más hermoso, su perdurable monumento, le constituyen sus Obras completas (Buenos Aires, 1887), en ocho

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volúmenes, y sus Escritos póstumos (1895), en diez y seis volúmenes, de los cuales, el segundo está formado por El crimen de la guerra. El motivo principal del libro es la injusticia de la guerra. El litigante que marcha a la guerra, es juez en propia causa; esto es, no es juez en absoluto, porque no tiene esa imparcialidad que es la condición esencial del juez. Para sostener su tesis, Alberdi no recurre a presentar los horrores de la guerra. No es sentimentalista: en el capítulo X, párrafo 20, declara formalmente que “la guerra no es un mal como violencia”. Acepta de buen grado cualquier violencia, si quien la inflige es la conciencia general. Si consultamos sus tratados constitucionales, probablemente encontraremos, además, que es un gran error identificar la conciencia general, con los impulsos momentáneos y mal informados de la pasiónc. Interpretada así su afirmación, equivale teóricamente a decir que cualquier daño meramente físico, aunque sea extremo, no puede, en absoluto, ser condenado como tal, está probado por la conciencia universal ilustrada. Esto, sin embargo, es una proposición académica. Los males que causa la guerra en la práctica, son infligidos contra la conciencia universal por una parte interesada que no tienen derecho a erigirse en juez. Su tesis principal es ésta: La guerra nos causa horror porque, esencialmente, es una injusticia. El libro comienza con un examen del “Origen histórico del Derecho de la Guerra”. Alberdi atribuye su injusticia a las prácticas de los tiempos clásicos, y, particularmente, de Roma, donde ningún extranjero tenía derechos contra el Estado. La adhesión de Grocio a los principios romanos tuvo desastrosa influencia en el Derecho Internacional moderno. Es necesario tener en cuenta, que lo que condena Alberdi es el Derecho Privado de Roma, ni las analogías que, provechosamente, extrajo Grocio de él para el arreglo de las disputas internacionales. Es el opresivo y arrogante Derecho Público Romano, el que Alberdi considera como el generador del repulsivo Derecho de la Guerra moderna. En el capítulo siguiente, sobre la “Naturaleza Jurídica de la Guerra”, desarrolla en todos sus aspectos la tesis que condena la guerra por su condición de juez en causa propia. En el tercero traza a grandes rasgos los orígenes de la Legislación Internacional, y pone de manifiesto las grandes desventuras que por su conexión con el comercio y la libertad ha arrojado sobre éstos. Menosprecia, naturalmente, la obra de los juristas, que considera únicamente como la adopción de las prácticas ya establecidas por los hombres, lo cual, desde luego, es en cierto modo una verdad evidente. El inmediato capítulo está dedicado a la determinación de la responsabilidad por la guerra; y aquí el cándido individualismo del autor le conduce a dejar de lado las crueles teorías de la “responsabilidad colectiva”, tan extendidas aún, por desdicha, y a recomendar que a los ministros y generales se les exija responsabilidad directa por sus actos directos. A continuación, en el capítulo V, analiza Alberdi los males que la guerra lleva consigo. Desapasionadamente señala las pérdidas que aun el beligerante victorioso sufre en su libertad, en su propiedad, en su población y en su moral; y en el capítulo VI indica el único remedio positivo, la cultura. El VII, que titula, algo fantásticamente, El Soldado de la Paz muestra con toda claridad la manera cómo ha de crearse esa atmósfera de cultura pacífica. En oposición a las ideas de los que ven en el espíritu belicoso la única garantía de la libertad nacional, afirma que la paz y la libertad son complementarias, y que no es más libre una sociedad porque cada uno de sus miembros esté preparado para lanzarse a la lucha. El capítulo VIII tiene por objeto demostrar que aún el soldado profesional se

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Los legisladores y los estadistas ingleses están acostumbrados, desde hace mucho tiempo, a considerar el Derecho como la expresión de la voluntad arbitraria de un Soberano-Rey o Parlamento. La ausencia de una Constitución escrita les ha llevado a preguntarse a sí mismos: “¿Qué es lo que confiere este poder al Soberano y le impone limitaciones? Porque las 1imitaciones existen: el Parlamento carece de poder, a menos que actúe en cierta forma legal determinada. Pero el poder, generalmente ilimitado, del Parlamento llena todo el campo visual, y olvidamos inquirir qué o quién lo crea. Parece que existiera por sí, y así ha sido durante trescientos años. Un legislador continental o un estadista escocés entiende, por el contrario, que el derecho es algo más que la orden de un déspota. Frente al déspota y creando y limitando al déspota, está la fuerza del derecho, que reside en la conciencia universal de una soberanía suprema. Esto no es simple moralidad; es ley estricta: tan ley como una sanción del Parlamento, y perdura sobre los actos de naturaleza humana. Esta concepción de un derecho trascendental, diferente de la moralidad, resulta oscura y de difícil comprensión para los tratadistas ingleses; pero no es más difícil ni más oscura que la naturaleza humana. Esta existe, y por lo tanto, tiene su conciencia común de lo que es estrictamente obligatorio. En virtud de esta común humanidad, de esta conciencia universal -nosotros diríamos más llanamente, el derecho natural- existen los diferentes estados y sus diversas leyes nacionales En virtud de esto, también los soberanos y los legisladores derivan sus poderes y sus limitaciones. Las particulares legislaciones nacionales son únicamente las facetas de este principio universal -la conciencia que la naturaleza tiene de reglas estrictamente obligatorias. El derecho puede ser contradicho; pero no puede ser resistido permanentemente. Oponerse a él es cometer una maldad. Descubrirle y seguirle, es ser legislador. “Un Dios, una Humanidad, un Derecho, su guía”, tal es la inspirada frase de Juan Bautista Alberdi. Thomas Baty [En su edición Joaquín V. González reproduce una nota explicativa al siguiente PREFACIO, escrita por el señor Franciso Cruz, editor de las Obras Póstumas de Juan Bautista Alberdi.] “Algún tiempo antes de estallar la guerra franco-prusiana, la Liga Internacional y permanente de la Paz, abrió en 1870 una subscripción con el objeto de acordar un premio de cinco mil francos al autor de la mejor obra popular contra la guerra. “Explicando en una nota el motivo de su determinación de tomar parte en el concurso, el Dr. Alberdi, dice: ‘Si el autor escribiese no sería por el premio, sino previa renuncia de él en la hipótesis de merecerlo, por ceder a una idea preconcebida que coincide con la del concurso, y sólo por llamar la atención sobre ella en una ocasión especial, en el interés de América.’ “El Dr. Alberdi no terminó, por desgracia, su trabajo, que quedó embrionario como los demás.” Para el prefacio La victoria en los certámenes, como en los combates, no es la obra del que juzga. El juez la declara, pero no la hace ni la da. Son los vencidos los que hacen al vencedor. A este título concurro en esta lucha: busco el honor de caer en obsequio del laureado de la paz. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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Concurro desde fuera para escapar a toda sospecha de interés, a toda herida de amor propio, a todo motivo de aplaudir el desastre de los excluidos. Asisto por las ventanas a ver el festín desde fuera, sin tomar parte de él, como el mosquetero de un baile en Sud-América, como el neutral en la lucha, que, aunque de honor y filantropía, es lucha y guerra. Es emplear la guerra para remediar la guerra, homeopatía en que no creo. Si no escribo en la mejor lengua, escribo en la que hablan cuarenta millones de hombres montados en guerra por su temperamento y por su historia. Pertenezco al suelo abusivo de la guerra, que es la América del Sud, donde la necesidad de hombres es tan grande como la desesperación de ellos por los horrores de la guerra inacabable. Es otra de las causas de mi presencia extraña en este concurso de inteligencias superiores a la mía. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Juan Bautista Alberdi Capítulo I. Derecho histórico de la guerra I. Origen histórico del derecho de la guerra – II. Naturaleza del crimen de la guerra – III. Sentido sofístico en que la guerra es un derecho – IV. Fundamento racional del derecho de la guerra – V. La guerra como justicia penal – VI. Orígenes y causas bárbaras de la guerra en los tiempos actuales – VII. Solución de los conflictos por el poder. I. Origen histórico del derecho de la guerra El crimen de la guerra. Esta palabra nos sorprende, sólo en fuerza del grande hábito que tenemos de esta otra, que es la realmente incomprensible y monstruosa: el derecho de la guerra, es decir, el derecho del homicidio, del robo, del incendio, de la devastación en la más grande escala posible; porque esto es la guerra, y si no es esto, la guerra no es la guerra. Estos actos son crímenes por las leyes de todas las naciones del mundo. La guerra los sanciona y convierte en actos honestos y legítimos, viniendo a ser en realidad la guerra el derecho del crimen, contrasentido espantoso y sacrílego, que es un sarcasmo contra la civilización. Esto se explica por la historia. El derecho de gentes que practicamos es romano de origen como nuestra raza y nuestra civilización. El derecho de gentes romano I , era el derecho del pueblo romano para con el extranjero. Y como el extranjero para el romano era sinónimo del bárbaro y del enemigo, todo su derecho externo era equivalente al derecho de la guerra. El acto que era un crimen de un romano para con otro, no lo era de un romano para con el extranjero. Era natural que para ellos hubiese dos derechos y dos justicias, porque todos los hombres no eran hermanos, ni todos iguales. Más tarde ha venido la moral cristiana, pero han quedado siempre las dos justicias del derecho romano, viviendo a su lado, como rutina más fuerte que la ley. Se cree generalmente que no hemos tomado a los romanos sino su derecho civil: ciertamente que era lo mejor de su legislación, porque era la ley con que se trataban a sí

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mismos: la caridad en la casa. Pero en lo que tenían de peor, es lo que más les hemos tomado, que es su derecho público externo e interno: el despotismo y la guerra, o más bien la guerra en sus dos fases. Les hemos tomado la guerra, es decir, el crimen, como medio legal de discusión, y sobre todo de engrandecimiento, la guerra, es decir, el crimen como manantial de la riqueza, y la guerra, es decir, siempre el crimen como medio de gobierno interior. De la guerra es nacido el gobierno de la espada, el gobierno militar, el gobierno del ejército que es el gobierno de la fuerza sustituida a la justicia y al derecho como principio de autoridad. No pudiendo hacer que lo que es justo sea fuerte, se ha hecho que lo que es fuerte sea justo (Pascal). Maquiavelo vino en pos del renacimiento de las letras romanas y griegas, y lo que se llama el maquiavelismo no es más que el derecho público romano restaurado. No se dirá que Maquiavelo tuvo otra fuente de doctrina que la historia romana, en cuyo conocimiento era profundo. El fraude en la política, el dolo en el gobierno, el engaño en las relaciones de los Estados, no es la invención del republicano de Florencia, que, al contrario, amaba la libertad y la sirvió bajo los Médicis en los tiempos floridos de la Italia moderna. Todas las doctrinas malsanas que se atribuyen a la invención de Maquiavelo, las habían practicado los romanos. Montesquieu nos ha demostrado el secreto ominoso de su engrandecimiento. Una grandeza nacida del olvido del derecho debió necesariamente naufragar en el abismo de su cuna, y así aconteció para la educación política del género humano. La educación se hace, no hay que dudarlo, pero con lentitud. Todavía somos romanos en el modo de entender y practicar las máximas del derecho público o del gobierno de los pueblos. Para no probarlo sino por un ejemplo estrepitoso y actual, veamos la Prusia de 18661. Ella ha demostrado ser el país del derecho romano por excelencia, no sólo como ciencia y estudio, sino como práctica. Niebühr y Savigny no podían dejar de producir a Bismarck, digno de un asiento en el Senado Romano de los tiempos en que Cartago, Egipto y la Grecia, eran tomados como materiales brutos para la constitución del edificio romano. El olvido franco y candoroso del derecho, la conquista inconsciente, por decirlo así, el despojo y la anexión violenta, practicados como medios legales de engrandecimiento, la necesidad de ser grande y poderoso por vía de lujo, invocada como razón legítima para apoderarse del débil y comerlo, son simples máximas del derecho de gentes romanoII, que consideró la guerra como una industria tan legítima como lo es para nosotros el comercio, la agricultura, el trabajo industrial. No es más que un vestigio de esa política, la que la Europa sorprendida sin razón admira en el conde de Bismarck. Así se explica la repulsión instintiva contra el derecho público romano, de los talentos que se inspiraron en la democracia cristiana y moderna, tales como Tocqueville, Laboulaye, Acollas, Chevalier, Coquerel, etc. La democracia no se engaña en su aversión instintiva al cesarismo. Es la antipatía del derecho a la fuerza como base de autoridad; de la razón al capricho como regla de gobierno. La espada de la justicia no es la espada de la guerra. La justicia, lejos de ser beligerante, es ajena de interés y es neutral en el debate sometido a su fallo. La guerra deja de ser guerra si no es el duelo de dos litigantes armados que se hacen justicia mutua por la fuerza de su espada.

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La espada de la guerra es la espada de la parte litigante, es decir, parcial y necesariamente injusta. II. Naturaleza del crimen de la guerra El crimen de la guerra es el de la justicia ejercida de un modo criminal, pues también la justicia puede servir de instrumento del crimen, y nada lo prueba mejor que la guerra misma, la cual es un derecho, como lo demuestra Grocio, pero un derecho que, debiendo ser ejercido por la parte interesada, erigida en juez de su cuestión, no puede humanamente dejar de ser parcial en su favor al ejercerlo, y en esa parcialidad, generalmente enorme, reside el crimen de la guerra. La guerra es el crimen de los soberanos, es decir, de los encargados de ejercer el derecho del Estado a juzgar su pleito con otro Estado. Toda guerra es presumida justa porque todo acto soberano, como acto legal, es decir, del legislador, es presumido justo. Pero como todo juez deja de ser justo cuando juzga su propio pleito, la guerra, por ser la justicia de la parte, se presume injusta de derecho. La guerra considerada como crimen, -el crimen de la guerra- no puede ser objeto de un libro, sino de un capítulo del libro que trata del derecho de las Naciones entre sí: es el capítulo del derecho penal internacional. Pero ese capítulo es dominado por el libro en su principio y doctrina. Así, hablar del crimen de la guerra, es tocar todo el derecho de gentes por su base. El crimen de la guerra reside en las relaciones de la guerra con la moral, con la justicia absoluta, con la religión aplicada y práctica, porque esto es lo que forma la ley natural o el derecho natural de las naciones, como de los individuos III. Que el crimen sea cometido por uno o por mil, contra uno o contra mil, el crimen en sí mismo es siempre el crimen. Para probar que la guerra es un crimen, es decir, una violencia de la justicia en el exterminio de seres libres y jurídicos, el proceder debe ser el mismo que el derecho penal emplea diariamente para probar la criminalidad de un hecho y de un hombre. La estadística no es un medio de probar que la guerra es un crimen. Si lo que es crimen, tratándose de uno, lo es igualmente tratándose de mil, y el número y la cantidad pueden servir para la apreciación de las circunstancias del crimen, no para su naturaleza esencial, que reside toda en sus relaciones con la ley moral. La moral cristiana, es la moral de la civilización actual por excelencia; o al menos no hay moral civilizada que no coincida con ella en su incompatibilidad absoluta con la guerra. El cristianismo como la ley fundamental de la sociedad moderna, es la abolición de la guerra, o mejor dicho, su condenación como un crimen. Ante la ley distintiva de la cristiandad, la guerra es evidentemente un crimen. Negar la posibilidad de su abolición definitiva y absoluta, es poner en duda la practicabilidad de la ley cristiana. El R. Padre Jacinto decía en su discurso (del 24 de junio de 1863), que el catecismo de la religión cristiana es el catecismo de la paz. Era hablar con la modestia de un sacerdote de Jesucristo. El Evangelio es el derecho de gentes moderno, es la verdadera ley de las naciones civilizadas, como es la ley privada de los hombres civilizados. El día que el Cristo ha dicho: Presentad la otra mejilla al que os dé una bofetada, la victoria ha cambiado de naturaleza y de asiento, la gloria humana ha cambiado de

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