nos mayores, precisamente por la falta de comida, por la desnutrición que, nosotros los indígenas sufrimos. Muy difícil que una persona llegue.

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>XI ÍNDICE Introducción 7 Prólogo 9 I. La familia 21 II. Ceremonias del nacimiento 27 III. El nahual 39 IV. Primer viaje a la finca. Vida en la finca 42 V. Corte de mimbre. Primer viaje a la capital 49 VI. A los ocho años comienza a trabajar en la finca como asalariada 54 VII. Muerte del hermanito en la finca. Más sobre la vida en las fin-cas. Dificultades de comunicación con los demás indígenas de- bido a la diversidad lingüística 59 VIII. Vida en el altiplano. Cumple 10 arios: ceremonia de los 10 arios 65 IX. Ceremonias de la siembra y de la cosecha. Relación con la tie- rra. Cumple 12 arios 73 X. La naturaleza. La tierra madre del hombre. El sol, el copal, el fuego, el agua 80 XI. Educación de la niña. Ceremonias de casamiento. Leyes de los antepasados 84 XII. Vida en la comunidad. Actividades de los muchachos y de las muchachas. Juego de pelota. Responsabilidades hacia la comunidad 105 XIII. Muerte de su amiga intoxicada por la fumigación en la finca 113 XIV. Sirvienta en la capital 117 XV. Cárcel del padre. Conflicto con los terratenientes. Defensa de las tierras. Preso de nuevo el padre. Fundación del CUC 128 siglo xxi editores, s.a. de c.v. CERRO DEL AGUA 248, ROMERO DE TERREROS, 04310, MÉXICO, D. F. siglo xxi editores, s.a. TUCUMÁN 1621, 7° N, C1050AAG BUENOS AIRES, ARGENTINA siglo xxi de españa editores, s.a. MENÉNDEZ PIDAL 3 BIS, 28036, MADRID, ESPAÑA pottada de anhelo hemández primera edición, 1985 vigésima edición, 2007 O siglo xxi editores, s.a. de c.v. isbn 10: 968-23-1315-5 isbn 13: 978-968-23-1315-8 derechos reservados conforme a la ley impreso y hecho en méxico/printed and made in mexico

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XVI. Período de reflexión sobre la opción a seguir XVII. Autodefensa en la aldea XVIII. Actividad política en otras comunidades. Ayuda a sus ami-gas violadas por el ejército. Problemas de comunicación por las diferencias de lengua. Toma de la aldea por el ejército. Un soldado es hecho prisionero XIX. Muerte de doña Petrona Chona XX. Se despide el padre ante la comunidad. Ella decide aprender el castellano XXI. El CUC sale a la luz pública. Represión en El Quiché. Em-pieza a aprender el castellano XXII. Continúa su labor de organización política en otras comuni-dades. Contacto con los ladinos XXIII. Tortura y muerte de su hermanito quemado vivo junto COQ otras personas delante de los miembros de la comunidad y familiares XXIV. Marcha de los campesinos a la capital. Ocupación de la Em-bajada de España. Muerte de Vicente Menchú XXV. Rigoberta habla sobre su padre. Recuerdos de cuando fueron a trabajar a Ixcán XXVI. Secuestro y muerte de la madre de Rigoberta Menchú. Re-memorando a su madre XXVII. Sobre la muerte XXVIII. Sobre las fiestas XXIX. Enseñanzas recibidas de su madre. Diferencias entre la mujer indígena y la mujer ladina. El maíz y la mujer XXX. Sobre la mujer. Rigoberta renuncia al matrimonio y a la ma-ternidad XXXI. Huelga de campesinos trabajadores agrícolas. 1.° de Mayo en la capital. Sobre la Iglesia XXXII. Perseguida por el ejército. Clandestina en la capital en un convento de monjas XXXIII. El exilio Anexo Glosario 143 148 167 176 179 183 189 198 208 213 220 226 229 235 245 )5) 261 266 275 283 A Alaide Foppa, que amaba la pintura y era poeta. Desapareció en Ciudad Guatemala en diciembre de 1980.

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Agradecimiento a: Helena Araujo, Juan Gelman, Ugné Karvelis, Jerónimo Pérez Rescanie: re, Francisca Ribas, Arturo Taracena, Carol Prunhuber, Nicole Revel-Mac-Donald, Marie Tremblay. Para los términos, siglas y topónimos incluidos en el texto, véase Léxico al final del libro.

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INTRODUCCIÓN Rigoberta Menchú pertenece a la etnia Quiché, que es una de las 22 etnias que pueblan Guatemala. Rigoberta tiene apenas 23 años, y apren-dió el español hace solamente tres arios, de ahí que a veces su frase parezca incorrecta; sobre todo en lo que concierne al empleo de los tiempos verba-les, y al de las preposiciones. El no haber transformado o “corregido” su forma de expresarse fue debido a una decisión de mi parte. Decidí respetar la ingenuidad con la que se expresa todo el que acaba de aprender un idio-ma que no es el suyo. Porque además el aprendizaje del español es una de las dimensiones del problema que enfrentan los indígenas en nuestro continente. A pesar de su corta edad Rigoberta tiene mucho que contar porque su vida, como lo dice ella misma, es la vida de todo un pueblo. Pero es tam-bién la historia de la colonización todavía vigente con sus secuelas de vio-lencia y de opresión. Es la historia de los más humillados entre los humillados. Pero Rigober-ta no sólo nos cuenta sus sufrimientos y los de su pueblo, sino que también hace gala de un orgullo discreto para hacernos conocer su cultura milena-ria, que nos describe minuciosamente cuando nos cuenta las ceremonias del nacimiento, del matrimonio, de las siembras. Muchos me aconsejaron eliminar del libro esa parte descriptiva, porque podía parecer demasiado larga al lector y podía hacerle perder el hilo de la historia. No obedecí esos consejos porque sentí que hacerlo significaba traicionar a Rigoberta. Toda-vía tengo el recuerdo del tono de su voz, del brillo de sus ojos que mostra-ban su orgullo cuando a través de esas descripciones minuciosas ella quería hacerme comprender, y hacer comprender al mundo, que ella también era poseedora de una cultura, y de una cultura milenaria, y que si ella luchaba era para salir de la miseria y de una vida de sufrimientos, pero también para que su cultura fuera reconocida y aceptada como cualquier otra. En América Latina, los que somos culturalmente blancos denunciamos con facilidad Šy con razónŠ al imperialismo norteamericano, pero nunca

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nos preocupó, salvo algunas excepciones, denunciar el colonialismo inter-no. Rigoberta lucha a la vez contra los dos, convirtiéndose así en sujeto de la historia. El enfrentamiento, postergado desde casi cinco siglos, está hoy a la orden del día. La lucha que hará estremecer al continente en la década que se avecina será la emergencia del hombre americano autóctono a recuperar el poder y el lugar que le corresponde por derecho en las ins-tancias del estado. Guatemala será una nación el día en que el poder sea compartido proporcionalmente a la población que existe, y los indígenas constituyen la mayoría de la población. Hasta ahora la situación de Guate-mala es muy parecida a la de Africa del Sur en donde una minoría de blan-cos tiene todo el poder sobre la mayoría negra. La lucha de los indios de América es compleja, porque es a la vez una lucha contra el imperialismo que azota América Latina, pero la dimensión cultural y étnica es también un móvil principal. No se trata de pregonar guerras racistas, y está en no-sotros, los que pertenecemos culturalmente a la población blanca del con-tinente, comprender las reivindicaciones específicas de las poblaciones in-dígenas, y no conformarnos con definiciones reduccionistas de clase, que sí llevarían a los indígenas a encerrarse aún más en una posición defensiva que puede llevar a enfrentamientos de tipo racial. La lucha de los poblado-res autóctonos de nuestro continente, contra el colonialismo interno y el externo, será la que librará definitivamente de los males que nos acosan y de los obstáculos que se oponen a nuestro desarrollo y por ello debemos sumarnos a ella. PRÓLOGO Lste libro es el relato de la vida de Rigoberta Menchú, india quiché, , una de las etnias más importantes de las veintidós existentes en Gua- temala. Nació en la pequeña aldea de Chimel, situada en San Miguel de Uspantán, en el departamento de El Quiché, al noroeste del país. Rigoberta Menchú tiene veintitrés años. Se expresó en español, len-gua que domina desde hace sólo tres años. La historia de su vida es más un testimonio sobre la historia contemporánea que sobre la de Guatema-la. Por ello es ejemplar, puesto que encarna la vida de todos los indios del continente americano. Lo que ella dice a propósito de su vida, de su relación con la naturaleza, de la vida, la muerte, la comunidad, lo encon-tramos igualmente entre los indios norteamericanos, los de América cen-tral y los de Sudamérica. Por otro lado, la discriminación cultural que sufre es la misma que padecen todos los indios del continente desde su descubrimiento. Por la boca de Rigoberta Menchú se expresan actual-mente los vencidos dula conquista española. Hay en este testigo de ex-cepción, superviviente del genocidio del que han sido víctimas su comu-nidad y su familia, una voluntad feroz de romper el silencio, de hacer cesar el olvido para enfrentarse a la empresa de muerte de la que su pue-blo es víctima. La palabra es su única arma: por eso se decide a aprender español, saliendo así del enclaustramiento lingüístico en el que los indios se han parapetado voluntariamente para preservar su cultura. Rigoberta aprendió la lengua del opresor para utilizarla contra él. Para ella, apoderarse del idioma español tiene el sentido de un acto, en la medida en que un acto hace cambiar el curso de la historia, al ser fruto de una decisión: el español, la lengua que antaño le imponían por la fuerza, se ha convertido para ella en un instrumento de lucha. Se decide a hablar para dar cuenta de la opresión que padece su pueblo desde hace casi cinco 9

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visto nunca a Rigoberta Menchú, al principio me mostré reticente, por saber hasta qué punto la calidad de la relación entre entrevistador y en-trevistado es una condición previa en esta clase de trabajo: la implicación sicológica es muy intensa y la aparición del recuerdo actualiza afectos y zonas de la memoria que se creían olvidadas para siempre, pudiendo provocar situaciones anxiógenas o de stress. Desde la primera vez en que nos vimos supe que íbamos a entender-nos. La admiración que su valor y su dignidad han suscitado en mí facili-. tó nuestras relaciones. Llegó a mi casa una tarde de enero de 1982. Llevaba su vestido tradi-cional: un huipil multicolor con bordados gruesos y diversos; las formas de que constaba no se repetían simétricamente en ambos lados, y podía creerse que la elección de los bordados se había hecho al azar. Una falda (de la que más tarde supe que ella llamaba corte) multicolor, de tela espe-sa, visiblemente tejida a mano, le caía hasta los tobillos. Una franja ancha de colores muy vivos le ceñía la cintura. Le cubría la cabeza una tela fusia y roja, anudada por detrás del cuello, que ella me regaló en el momento de marcharse de París. Me dijo que había tardado tres meses en tejerla. Alrededor del cuello lucía un enorme collar de cuentas rojas y monedas antiguas de plata, al cabo del cual colgaba una cruz pesada, asimismo de plata maciza. Me acuerdo que era una noche particularmente fría: creo que incluso nevaba. Rigoberta no llevaba ni medias ni abrigo. Sus brazos asomaban desnudos de su huipil. Para protegerse del frío se había puesto una capita corta de tela, imitación de la tradicional, que apenas le llegaba a la cintura. Lo que me sorprendió a primera vista fue su sonrisa franca y casi infantil. Su cara redonda tenía forma de luna llena; Su mirada franca era la de un niño, con labios siempre dispuestos a sonreír. Despedía una asombrosa juventud. Más tarde pude darme cuenta de que aquel aire de juventud se empañaba de repente, cuando le tocaba hablar de los aconte-cimientos dramáticos acaecidos a su familia. En aquel momento, un su-frimiento profundo afloraba del fondo de sus ojos; perdían el brillo de la juventud para convertirse en los de una mujer madura que ya ha conoci-do el dolor. Lo que en principio parecía timidez no era otra cosa que una cortesía compuesta de discreción y dulzura. Sus gestos eran suaves, deli-cados. Según Rigoberta, los niños indios aprenden esta’delicadeza desde la más tierna infancia, cuando comienzan a recoger el café: para no dañar las ramas, es preciso arrancar el grano con la mayor suavidad. Muy rápidamente advertí su deseo de hablar y sus aptitudes para la expresión oral. Rigoberta permaneció ocho días en París. Había venido a hospedarse en mi casa por comodidad y para aprovechar mejor su tiempo. A lo largo de esos ocho días empezábamos a grabar hacia las nueve de la mañana; después de comer, lo que hacíamos hacia la una, volvíamos a grabar hasta las seis. A menudo continuábamos después de cenar, o bien preparába-mos las preguntas para el día siguiente. Al final de la entrevista yo había grabado veinticinco horas. Durante esos ocho días viví en el universo de Rigoberta. Prácticamente nos habíamos apartado de todo contacto ex-terior. Nuestras relaciones fueron excelentes desde el principio, y se intensi-ficaron al cabo de los días, a medida que me confiaba su vida, la de su familia, la de su comunidad. Día tras día se desprendía de ella una especie de seguridad, una especie de bienestar le invadía. Un día me confesó que por primera vez era capaz de dormir la noche entera sin despertarse so-bresaltada, sin imaginar que el ejército había venido a detenerla. Considero, sin embargo, que lo que hizo tan privilegiada esta rela-ción fue el hecho de haber vivido bajo el mismo techo durante ocho días; esto contribuyó enormemente a aproximarnos. Debo decir que la casua-lidad puso también algo de su parte. Una amiga me había traído de Vene-zuela harina de maíz para hacer pan y judías negras: estos dos elementos constituyen la base de la alimentación popular venezolana, pero también de la guatemalteca. No podría describir la felicidad de Rigoberta. La mía era también grande, pues el aroma de las tortillas mientras se cocían y de las judías recalentadas me devolvieron a mi infancia venezolana, cuando las mujeres se levantaban para cocer las arepas del desayuno. Las arepas son mucho más gruesas que las tortillas guatemaltecas, pero el procedi-miento, la cocción y los ingredientes son los mismos. Por la mañana, al levantarse, un reflejo milenario impulsaba a Rigoberta a preparar la masa y a cocer las tortillas para el desayuno, y lo mismo al mediodía y a la noche. Verla trabajar me producía un placer inmenso. Como por mila-gro, en unos segundos salían de sus manos tortillas tan delgadas como una tela y perfectamente redondas. Las mujeres a las que había observa-do en mi infancia, hacían las arepas aplastando la masa entre las palmas de las manos; Rigoberta la aplanaba golpeándola entre los dedos estira-dos y unidos, y pasándola de una mano a otra, lo que hacía aún más difícil dar a la tortilla la forma perfectamente redonda. El puchero de judías negras, que nos duró-varios días, completaba nuestro menú diario. Por suerte yo había preparado hacía algún tiempo pimientos de cayena conservados en aceite. Rigoberta rociaba con este aceite las judías que se convertían en fuego dentro de la boca. “Nosotros no confiamos más que en los que comen lo mismo que nosotros”, me dijo un día en que trataba 12 13

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de explicarme las relaciones de las comunidades indias con los miembros de la guerrilla. Entonces comprendí que me había ganado su confianza. Esta relación establecida oralmente demuestra que existen espacios de entendimiento y de correspondencia entre los indios blancos o mestizos: las tortillas y las judías negras nos habían acercado, ya’que estos alimen-tos despertaban el mismo placer en nosotras, movilizaban las mismas pulsiones. En la relación entre indios y ladinos sería injusto negar que los segundos hayan tomado prestados rasgos culturales de los autóctonos. Linton ya ha señalado que ciertos rasgos de la cultura del vencido tien-den a incorporarse a la del vencedor, en especial por mediación de la esclavitud de base económica y del concubinato, resultantes de la explo-tación de los vencidos. Los ladinos han hecho suyos múltiples rasgos culturales procedentes de la cultura autóctona: dichos rasgos forman ya parte dedo que Georges Devereux llama “el inconsciente étnico”. Rasgos que, por lo demás, los mestizos latinoamericanos acentúan y reivindican para distanciarse de su cultura de origen europeo: única manera de recla-mar una singularidad étnica, pues experimentan igualmente la nece-sidad de sentirse únicos y, para conseguirlo, deben diferenciarse de la Europa que les ha legado su visión del .mundo, lengua y religión. ¿Y qué otra cosa puede esgrimirse para afirmar esta singularidad que las culturas autóctonas de América? Los latinoamericanos están siempre dispuestos a asumir como suyos los grandes momentos de las culturas precolombi-nas, azteca, inca, maya, pero no establecen ningún nexo entre este es-plendor pretérito y los indios pobres, explotados, despreciados, que les sirven como esclavos. Por otra parte, existe una iniciativa propia de los indigenistas que quieren recuperar el universo perdido de sus antepasa-dos y separarse totalmente de la cultura de origen europeo, pero utilizan do nociones y técnicas tomadas en préstamo de la cultura occidental. Por ejemplo, reivindican la idea de una nación india. Por ello el indigenismo es también un producto directo de la aculturación, definida por Georges Devereux1 como aculturación disociativa, consistente en el deseo de re-sucitar el pasado por medio de técnicas tomadas de la cultura que se pretende negar, y de la que desean separarse. Un ejemplo sorprendente lo constituyen los encuentros indigenistas, con participación india, que han tenido lugar en París. Igual que los grupos vanguardistas latinoame-ricanos, que han practicado o practican aún la lucha armada en su país, y a los que no hay que confundir con los movimientos de resistencia a las 1 G. Devereux, Essais d’ethnopsychanalyse c-omplérnentariste, Ed. Flarnmarion, París, 1972. dictaduras militares como por ejemplo los movimientos guerrilleros de Guatemala (asociación de familiares de desaparecidos, los innumerables grupos de oposición sindical y otros que surgen en Chile y en otros lugares, el movimiento de las madres de la plaza de Mayo en Argentina), los movimientos indigenistas necesitan también dar a conocer su lucha en París. París les sirve de caja de resonancia. Todo lo que se hace en París alcanza una repercusión mundial, incluida América Latina. De igual for-ma que los grupos que practican o han practicado la lucha armada en América tienen sus corresponsales europeos, que comparten su línea po-lítica, y a los que no se debe confundir con las distintas organizaciones de solidaridad apoyadas en Europa por todos los que combaten contra las dictaduras, los indios tienen también sus corresponsales europeos, entre los cuales figuran sobre todo antropólogos. De ninguna manera deben verse en estas palabras un deseo de polemizar con quien sea, ni de quitar valor a una manera de actuar determinada; se trata de una mera constata-ción. La aculturación es el mecanismo propio de toda cultura; todas las culturas viven en estado de aculturación. Sin embargo, la aculturación es una cosa y la imposición de una cultura sobre otra, con objeto de aniqui-larla, otra muy distinta. Yo diría que Rigoberta es un producto de acul-turación logrado, puesto que las resistencias que muestra con respecto a la cultura ladina constituyen la base misma del proceso de aculturación antagonista. Al resistirse a la cultura ladina, no hace sino afirmar su de-seo de singularidad étnica y el de autonomía cultural. Dicha resistencia puede ejercer a pesar de las ventajas que pueden derivarse de la adopción de una técnica perteneciente a otra cultura. Un ejemplo ilustrativo: la negativa a emplear un molino para moler el maíz, base de su alimenta-ción. Las mujeres tienen que levantarse muy temprano para moler el maíz, previamente cocido, con ayuda de una piedra, a fin de que las tortillas estén listas a la hora de salir a trabajar al campo. Algunos excla-marán que se trata de conservadurismo, y ciertamente lo es: preservar las prácticas relacionadas con la preparación de la tortilla significa impedir el derrumbamiento de su estructura social. Las prácticas relacionadas con la cultura, la recolección y la cocción del maíz son los cimientos de la estructura social de la comunidad. Rigoberta, en cambio, al proveerse de instrumentos políticos de acción (Comité de Unidad de los Campesinos, Frente 31 de enero, Organización de Cristianos revolucionarios Vicente Menchú), adopta técnicas tomadas de la cultura ladina con el fin de re-forzar las suyas para mejor resistir y proteger su cultura. Devereux defi-ne esta práctica como la adopción de medios nuevos destinados a apunta- 14 15

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lar objetivos existentes. Rigoberta toma en préstamo medios tales como la Biblia, la organización de los sindicatos, la decisión de aprender espa-ñol, para volverlos contra quien se los prestó. La Biblia es para ella una especie de sucedáneo que utiliza deliberadamente porque no existe en su cultura: “La Biblia está escrita y nos sirve como un medio más”, dice, porque los suyos necesitan apoyar su acción presente en una profecía, en una ley procedente del pasado. Cuando le señalé la contradicción entre la defensa que ella hace de su cultura y la Biblia, que ha sido una de las armas del colonizador, responde sin la menor vacilación: “La Biblia ha-bla de un Dios único, nosotros también tenemos un solo Dios; es el Sol, corazón del cielo. Pero la Biblia nos enseña asimismo (y aquí está afir-mando la necesidad de la profecía para justificar la acción) que existe una violencia justa, la de Judith que cortó la cabeza al rey para salvar a su pueblo. Igual que Moisés partió con su pueblo para salvarlo (el ejemplo de Moisés les permitió transgredir la ley y abandonar su comunidad), David sirve de ejemplo para integrar a los niños en la lucha. Hombres, mujeres y niños, cada cual encuentra en la Biblia el personaje con quien identificarse para justificar su acción. Las poblaciones autóctonas de América Latina han superado la etapa de repliegue sobre sí mismas. Es cierto que en ocasiones su apertura se ha visto interrumpida, que han sido ahogadas en sangre sus rebeliones y que falta la voluntad de conti-nuar. En la actualidad, estas poblaciones se proveen de los medios preci-sos para avanzar, teniendo en cuenta la situación socio-económica en la que evolucionan.” Rigoberta ha elegido el arma de la palabra como medio de lucha, y dicha palabra es lo que yo he querido ratificar por escrito. Pero ante todo debo hacer una advertencia al lector: si bien poseo una formación de etnóloga, jamás he estudiado la cultura maya-quiché, y no he trabajado nunca sobre el terreno en Guatemala. Esta falta de conoci-miento de la cultura de Rigoberta, que al principio me parecía una des-ventaja, se reveló pronto como muy positiva. He tenido que adoptar la postura del alumno. Rigoberta lo comprendió en seguida; por ello el relato de las ceremonias y de los rituales es tan detallado. Del mismo modo, si nos hubiéramos encontrado en su casa, en El Quiché, la des-cripción del paisaje no hubiese sido tan realista. Para las grabaciones, elaboré primero un esquema rápido, estable-ciendo un hilo conductor cronológico: infancia, adolescencia, familia, compromiso con la lucha, que hemos seguido aproximadamente. Ahora bien, a medida que avanzábamos, Rigoberta se desviaba cada vez con más frecuencia, insertando en el relato la descripción de sus prácticas culturales y cambiando así completamente el orden cronológico que yo había establecido. He dado, por tanto, libre curso a la palabra. Trataba de preguntar lo menos posible, e incluso de no preguntar nada en absolu-to. Cuando algún punto quedaba poco claro, yo lo anotaba en un cua-derno y consagraba la última sesión del día a aclarar estos puntos confu-sos. A Rigoberta le producía un placer evidente darme explicaciones, hacerme comprender, introducirme en su universo. Al contar su vida, Rigoberta viajaba a través de ella; revivió momentos de gran conmoción, como cuando relató la muerte de su hermano menor, de doce arios, que-mado vivo por el ejército delante de su familia, o el auténtico calvario que sufrió su madre durante semanas a manos del ejército, hasta que por fin la dejaron morir. La exposición detallada de las costumbres y rituales de su cultura me han llevado a establecer una lista en la que había inclui-do las costumbres sobre la muerte. Rigoberta había leído la lista. Yo había decidido dejar el tema concreto de la muerte para el final de la entrevista. Pero el último día algo me impidió interrogarle sobre esos rituales. Tenía la sensación de que si le preguntaba al respecto, la pregun-ta podía llegar a ser premonitoria, hasta tal punto había estado golpeada por la muerte la vida de Rigoberta. Al día siguiente de su partida, un amigo común vino a traerme una cinta que Rigoberta se había molestado en grabar a propósito de las ceremonias de la muerte “que nos habíamos olvidado de grabar”. Fue este gesto el que me hizo comprender definiti-vamente lo que tiene de excepcional esta mujer. Con su gesto demostra-ba que, culturalmente, era de una integridad total, y al mismo tiempo me hacía saber que no se engañaba. En su cultura, la muerte está integrada en la vida, y por eso se acepta. Para efectuar el paso de la forma oral a la escrita, procedí de la si-guiente manera: Primero descifré por completo las cintas grabadas (veinticinco horas en total). Y con ello quiero decir que no deseché nada, no cambié ni una palabra, aunque estuviese mal empleada. No toqué ni el estilo, ni la construcción de las frases. El material original, en español, ocupa casi quinientas páginas dactilografiadas. Leí atentamente este material una primera vez. A lo largo de una segunda lectura, establecí un fichero por temas: primero apunté los prin-cipales (padre, madre, educación e infancia); y después los que se repe-tían más a menudo (trabajo, relaciones con los ladinos y problemas de orden lingüístico). Todo ello con la intención de separarlos más tarde en capítulos. Muy pronto decidí dar al manuscrito forma de monólogo, ya que así volvía a sonar en mis oídos al releerlo. Resolví, pues, suprimir 16 17

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todas mis preguntas. Situarme en el lugar que me correspondía: primero escuchando y dejando hablar a Rigoberta, y luego convirtiéndome en una especie de doble suyo, en el instrumento que operaría el paso de lo oral a lo escrito. Debo confesar que esta determinación hizo mi tarea más difícil, ya que debía hacer ajustes para que el manuscrito conservase el aire de un monólogo recitado de un tirón, de un solo soplo. Procedí a continuación al desglose en capítulos: de hecho, establecí dos grupos de palabras, por temas. Por otro lado seguí el hilo conductor original, que era cronológico (aunque no siempre lo habíamos seguido durante las grabaciones), con la intención de hacer el manuscrito más asequible a la lectura. En cambio, los capítulos en los que se describen las ceremonias del nacimiento, el matrimonio, la recolección, etc., me causaron algunos problemas, ya que era preciso encontrarles su lugar en el curso del relato. Después de desplazarlos en varias ocasiones, volví al manuscrito original y los coloqué allí donde ella había asociado sus recuerdos con esos ritua-les y en el momento en que ella los había incluido en el relato. Me han señalado que, al principio del libro, el capítulo sobre las ceremonias del nacimiento corría el riesgo de aburrir al lector. Otros me han aconsejado suprimir simplemente la narración de estas ceremonias, o ponerla al final del manuscrito, como anexo. No hice caso a unos ni a otros. Quizá me haya equivocado si se trataba de seducir al lector, pero mi respeto por Rigoberta me ha impedido obrar de otro modo. Si Rigoberta ha hablado, no ha sido únicamente para que escuchemos sus desventuras, sino, y sobre todo, para hacernos comprender su cultura, de la que se siente tan orgullosa y para la que pide reconocimiento. Una vez colocado el ma-nuscrito en el orden que actualmente tiene, pude aligerar, suprimir las repeticiones sobre un mismo tema que existían en varios capítulos. Dicha repetición servía a veces para introducir un nuevo tema; eso forma parte del estilo de Rigoberta, y en esas ocasiones yo conservaba la reiteración. Decidí también corregir los errores de género debidos a la falta de cono-cimiento de alguien que acaba de aprender un idioma, ya que hubiera sido artificial conservarlos y, además, hubiese resultado folklórico en perjuicio de Rigoberta, lo que yo no deseaba en absoluto. Sólo me resta agradecer a Rigoberta el haberme concedido el privile-gio de este encuentro y haberme confiado su vida. Ella me ha permitido descubrir ese otro yo-misma. Gracias a ella mi yo americano ha dejado de ser una “extrañeza inquietante”. Para terminar, quiero dedicar a Rigoberta este texto de Miguel Ángel Asturias, extraído de las Meditaciones del Descalzo: “Sube y exige, tú eres llama de fuego, / Tu conquista es segura donde el horizonte definiti- yo / Se hace gota de sangre, gota de vida, / Allí donde tus hombros sostendrán el universo, / Y sobre el universo tu esperanza.” ELIZABETH BURGOS Montreaux-París, diciembre 1982 18 19

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